Por el Dr. Javier Rivas Martínez (MD)
«En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, cada uno de vosotros convidará a su compañero, debajo de su vid y debajo de su higuera» (Zac. 3:10).
A partir del Génesis leemos cómo Dios establece en tiempos antiguos un Pueblo para él mismo y del cual saldría el Mesías del «linaje misericordioso» para la redención del mundo. Este Mesías vendría a consumar la salvación de los que han creído en su nombre, en una futura y fructífera Tierra Milenaria, en el Reino de Dios, en un mundo regenerado por el mortal pecado, y este mismo Mesías habrá de reinar con justicia y amor junto a sus fieles hermanos dignos de poseer la corona de vida (Stg. 1:12).
En el Génesis, conforme avanzamos en sus páginas, detectamos que la Historia de la Humanidad va contrayéndose, hasta centrarse en Abraham, el padre del Pueblo escogido, Israel. Es cierto que en el Antiguo Testamento se habla de otras naciones extranjeras, de una relación entre estas con el Pueblo escogido, en buena medida, conflictiva en diversos aspectos. Empero, Dios no sólo es Dios de Israel, que fue tomado para la culminación de sus propósitos divinos en el mundo. La promesa hecha Abraham por parte de Dios no se asienta exclusivamente en la descendencia física que sería «multiplicada grandemente», en la nación que se instalaría como una muy privilegiada en la tierra de Canaán y que abarcaba, según los márgenes geográficos señalados por el Señor y Dios, desde el caudaloso río Nilo hasta el serpéntico Eúfrates mesopotámico, sino «a todas las familias de la tierras», que «serían bendecidas» con la salida del Cristo, el Hijo del Dios Viviente (Mt. 16:16).
En la actualidad, en el conflicto Sionista-Árabe, la nación judía aún lucha dentro de la esfera política y bélica para conseguir la total hegemonía de la Tierra Prometida. La Biblia nos muestra que no es hasta que el Reino de Cristo sea implantado en la tierra que el anhelo que existe hoy en el corazón de la nación de Jacob será hecho realidad. Cristo el Mesías tomará entera posesión del terruño que por siempre le correspondió a la nación de Israel, por decreto y derecho divino, desde la antigüedad.
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«En aquel día, dice Jehová de los ejércitos, cada uno de vosotros convidará a su compañero, debajo de su vid y debajo de su higuera» (Zac. 3:10).
A partir del Génesis leemos cómo Dios establece en tiempos antiguos un Pueblo para él mismo y del cual saldría el Mesías del «linaje misericordioso» para la redención del mundo. Este Mesías vendría a consumar la salvación de los que han creído en su nombre, en una futura y fructífera Tierra Milenaria, en el Reino de Dios, en un mundo regenerado por el mortal pecado, y este mismo Mesías habrá de reinar con justicia y amor junto a sus fieles hermanos dignos de poseer la corona de vida (Stg. 1:12).
En el Génesis, conforme avanzamos en sus páginas, detectamos que la Historia de la Humanidad va contrayéndose, hasta centrarse en Abraham, el padre del Pueblo escogido, Israel. Es cierto que en el Antiguo Testamento se habla de otras naciones extranjeras, de una relación entre estas con el Pueblo escogido, en buena medida, conflictiva en diversos aspectos. Empero, Dios no sólo es Dios de Israel, que fue tomado para la culminación de sus propósitos divinos en el mundo. La promesa hecha Abraham por parte de Dios no se asienta exclusivamente en la descendencia física que sería «multiplicada grandemente», en la nación que se instalaría como una muy privilegiada en la tierra de Canaán y que abarcaba, según los márgenes geográficos señalados por el Señor y Dios, desde el caudaloso río Nilo hasta el serpéntico Eúfrates mesopotámico, sino «a todas las familias de la tierras», que «serían bendecidas» con la salida del Cristo, el Hijo del Dios Viviente (Mt. 16:16).
En la actualidad, en el conflicto Sionista-Árabe, la nación judía aún lucha dentro de la esfera política y bélica para conseguir la total hegemonía de la Tierra Prometida. La Biblia nos muestra que no es hasta que el Reino de Cristo sea implantado en la tierra que el anhelo que existe hoy en el corazón de la nación de Jacob será hecho realidad. Cristo el Mesías tomará entera posesión del terruño que por siempre le correspondió a la nación de Israel, por decreto y derecho divino, desde la antigüedad.
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Sintéticamente, Dios escogió a Israel para ser de bendición para «todos los pueblos del mundo». En el capítulo 15 de Génesis, se narra que Abraham «creyó a Jehová», y significa en realidad que «se apoyo en Jehová», al aceptar y creer en su promesa. El inicio de la promesa ocurre después del éxodo del Pueblo judío, al concluir su salida de la nación egipcia en la que estuvo sometido a servidumbre y esclavitud por más de cuatrocientos años, en la conquista e instalación de este Pueblo en la tierra de Canaán bajo el liderazgo del caudillo Josué. Ya instalado el Pueblo de Israel en la tierra de Canaán, únicamente el tiempo determinaría, en la paciencia de Dios, la venida del Mesías Prometido que «salvaría a su Pueblo de sus pecados» (Mt. 1:18). En la genealogía de Mateo miramos clara y concisamente que la futura promesa de Dios abarca, sin faltar, a los hombres de las naciones gentiles. La aparición de cuatro mujeres extranjeras lo determina sin confusión para el buen discernidor. En esta genealogía aparece Tamar la cananea, Rajab de Jericó, Rut la moabita, y Bestasbé (aunque Mt. 1:6 no menciona su nombre, se deduce que ella es, por haber sido esposa de Urías). La genealogía de Mateo muestra que el Hijo de David, Cristo, ha venido a traer bendiciones a los que han correspondido con la «fe de Abraham» para que les sea tomado por «justicia» (Ro. 4:3). De ese modo tendrán la aptitud y el reconocimiento de Dios para conseguir objetivamente el beneficio de la promesa vendiera que será manifestada en el Reino terrenal. Cristo como Hombre, porque fue «engendrado» como tal, pero de manera sobrenatural en la virgen madre, porque «nació de mujer mas por obra del espíritu santo, y no por participación de varón», por su descendencia real, de acuerdo a las genealogías bíblicas, se le asigna como el legítimo «Hijo de David».
Según la promesa de Dios hecha al hijo de Isaí, el trono de David habría de quedar en la «familia davídica» (2 S. 7:11-13). El trono sería asumido al final por «aquel» que «reinaría para siempre», porque la promesa mesiánica dice: «Tu casa y tu reino serán firmes para siempre delante de mí, y tu trono será estable para siempre» (2 S. 7:16). Esta última promesa, anuncia con anticipación el Reino futuro y Milenario del Hijo de David (véase para mayor entendimiento: Sal. 89:3, 4, 26-37; Ez. 34:23, 24; Lc. 1:32).
Los creyentes verdaderos se sujetarán a la voluntad, a la autoridad del Rey davídico, a Cristo, a quien Dios le dará domino y posesión de la tierra por largura de días (Sal. 2:8). El Reino teocrático de Cristo, será uno perfecto en todas sus dimensiones. Dios reorganizará el buen equilibrio antes habido en el mundo, antes de la caída del hombre en el Edén por el pecado y que vino a corromper, a provocar ruina y caos en el orden universal de las cosas creadas. Dios le dará concordia nuevamente.
Cuando Cristo regrese al mundo otra vez, ejercerá el poder sobrenatural de Dios en su beneficio, honra y gracia. Las bendiciones espirituales y materiales sobreabundarán, la paz, el amor y la dicha perdurarán en santa y límpida gloria. La teocracia terrenal y Milenaria, será la restauración de la «morada», de la «habitación» de Dios en la tierra, y Cristo, el gobernante dadívico prometido desde un principio, la representará legalmente, sosteniéndola precisamente bajo los decretos y mandatos bondadosos de su Padre celestial.
Cristo se manifestará en el mundo en su segundo advenimiento, como los estipula el Antiguo Testamento (véase por favor para corroborar esto en Is. 60:2; 61:2; Ez. 21:27; Dn. 7:22; Hab. 2:3; Hag. 2:7; Zac. 2:8; Mal. 3:1). En este «advenimiento» se le mirará como el Hijo de Abraham (Gn. 17:8; Mt. 1:1; Ga. 3:16), se le verá como el Hijo de David (Lc. 1:32-33; Mt. 1:1; Is. 9:7), como comentamos antes ya; y como Gobernante de la tierra (Zac. 14:9; Fil. 2:10), él será el Rey de Justicia según Is. 32:1. Cristo con seguridad será el Rey de la nación de Israel (Jn. 12:13). Cristo además será, entre otras cosas, Rey de reyes en su venida (Ap. 19:16), Legislador del mundo (Is. 33:22; Gn. 49:10), Pastor de la tierra (Is. 40: 10-11; Jer. 23:1-3; Mi. 4:5; 7:14), el Galardonador de los santos (Is. 62:11), Juez (Is. 61:2; 62:11; 63:1; Dn. 2:44-45; 7:9-10).
El Reinado de Cristo, sin dejar la más mínima pauta a lo cuestionable, será aquí en la tierra, y cuya condición actual y caída será regenerada por el poder de Dios en el retorno visible del Mesías, «cuando se siente en su trono de gloria» (Mt. 25:31), cuando Dios le de «las naciones por herencia, los confines del mundo (Sal.2:8). La esencia vital para la salvación de los hombres, consiste primordialmente en la predicación del Evangelio del Reino que habla y se centra en el próximo gobierno teocrático en el mundo y que el Señor Jesucristo reinará. Cristo, como el Hijo de David, cumplirá la promesa hecha por Dios a David su padre a través de este mundial y glorioso Reino:
«Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto» (Is.9:7).
«Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa » (Is.11:10).
«En sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado; y este será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra» (Jer. 23:6).
Amén.
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www.esnips.com/web/BibleTeachings
Según la promesa de Dios hecha al hijo de Isaí, el trono de David habría de quedar en la «familia davídica» (2 S. 7:11-13). El trono sería asumido al final por «aquel» que «reinaría para siempre», porque la promesa mesiánica dice: «Tu casa y tu reino serán firmes para siempre delante de mí, y tu trono será estable para siempre» (2 S. 7:16). Esta última promesa, anuncia con anticipación el Reino futuro y Milenario del Hijo de David (véase para mayor entendimiento: Sal. 89:3, 4, 26-37; Ez. 34:23, 24; Lc. 1:32).
Los creyentes verdaderos se sujetarán a la voluntad, a la autoridad del Rey davídico, a Cristo, a quien Dios le dará domino y posesión de la tierra por largura de días (Sal. 2:8). El Reino teocrático de Cristo, será uno perfecto en todas sus dimensiones. Dios reorganizará el buen equilibrio antes habido en el mundo, antes de la caída del hombre en el Edén por el pecado y que vino a corromper, a provocar ruina y caos en el orden universal de las cosas creadas. Dios le dará concordia nuevamente.
Cuando Cristo regrese al mundo otra vez, ejercerá el poder sobrenatural de Dios en su beneficio, honra y gracia. Las bendiciones espirituales y materiales sobreabundarán, la paz, el amor y la dicha perdurarán en santa y límpida gloria. La teocracia terrenal y Milenaria, será la restauración de la «morada», de la «habitación» de Dios en la tierra, y Cristo, el gobernante dadívico prometido desde un principio, la representará legalmente, sosteniéndola precisamente bajo los decretos y mandatos bondadosos de su Padre celestial.
Cristo se manifestará en el mundo en su segundo advenimiento, como los estipula el Antiguo Testamento (véase por favor para corroborar esto en Is. 60:2; 61:2; Ez. 21:27; Dn. 7:22; Hab. 2:3; Hag. 2:7; Zac. 2:8; Mal. 3:1). En este «advenimiento» se le mirará como el Hijo de Abraham (Gn. 17:8; Mt. 1:1; Ga. 3:16), se le verá como el Hijo de David (Lc. 1:32-33; Mt. 1:1; Is. 9:7), como comentamos antes ya; y como Gobernante de la tierra (Zac. 14:9; Fil. 2:10), él será el Rey de Justicia según Is. 32:1. Cristo con seguridad será el Rey de la nación de Israel (Jn. 12:13). Cristo además será, entre otras cosas, Rey de reyes en su venida (Ap. 19:16), Legislador del mundo (Is. 33:22; Gn. 49:10), Pastor de la tierra (Is. 40: 10-11; Jer. 23:1-3; Mi. 4:5; 7:14), el Galardonador de los santos (Is. 62:11), Juez (Is. 61:2; 62:11; 63:1; Dn. 2:44-45; 7:9-10).
El Reinado de Cristo, sin dejar la más mínima pauta a lo cuestionable, será aquí en la tierra, y cuya condición actual y caída será regenerada por el poder de Dios en el retorno visible del Mesías, «cuando se siente en su trono de gloria» (Mt. 25:31), cuando Dios le de «las naciones por herencia, los confines del mundo (Sal.2:8). La esencia vital para la salvación de los hombres, consiste primordialmente en la predicación del Evangelio del Reino que habla y se centra en el próximo gobierno teocrático en el mundo y que el Señor Jesucristo reinará. Cristo, como el Hijo de David, cumplirá la promesa hecha por Dios a David su padre a través de este mundial y glorioso Reino:
«Lo dilatado de su imperio y la paz no tendrán límite, sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre. El celo de Jehová de los ejércitos hará esto» (Is.9:7).
«Acontecerá en aquel tiempo que la raíz de Isaí, la cual estará puesta por pendón a los pueblos, será buscada por las gentes; y su habitación será gloriosa » (Is.11:10).
«En sus días será salvo Judá, e Israel habitará confiado; y este será su nombre con el cual le llamarán: Jehová, justicia nuestra» (Jer. 23:6).
Amén.
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