Por Dr. Javier Rivas Martínez (MD)
«De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co.5:17).
Por la misericordia de Dios somos salvos. La misericordia de Dios para con el hombre se traduce por medio de su Gracia (Ef.1:5, 8), que es el don inmerecido de Dios que libera al hombre condenado a la muerte eterna a causa del pecado (Ro.3:23) a una posición de vida eterna por el sacrificio de Cristo en la cruz del Calvario (Jn.3:16; 1 Co.1:18). Dios, por su misericordia, regenera la mente del hombre, es decir, la renueva, acto que viene a darse con el arrepentimiento sincero y la fe en Jesucristo (Ro.3:22; 10:9-13; Ef.1:8). De esa manera, el hombre ya regenerado viene a ser una nueva criatura (2 Co.5:17) y un hijo de Dios (Jn.1:12; Ef.1:5). Decimos entonces, que el Espíritu de Dios mora en el hombre convertido (Ro.8:11; Stg.4:5), capacitándolo para poder entender los planes de Dios para con los hombres los cuales se encuentran en las Escrituras, cosa que no sucede con el hombre inconverso o natural por ser incapaz espiritualmente de comprenderlas (1 Co.14). En las iglesias que profesan el cristianismo, muchos de los que las integran no han tenido una conversión real delante de Dios, aunque proclamen con increíble seguridad a los cuatro puntos cardinales y al cielo que si lo sean. El cristiano convertido, y me refiero, al genuino, necesariamente tendrá que dar fruto de que lo es, porque: «por sus frutos los conoceréis» (Mt.7:20). El fruto del Espíritu de Dios tendrá que ser exteriorizado siempre en el buen creyente (Gal.5:22, 23), si no es así, dudamos que la conversión haya sido sincera (1 Jn.2:19).
Una señal importante que avala al creyente como genuino o verdadero es la búsqueda ávida y sistematizada de la Palabra de Dios para afirmar correctamente su Nueva Vida en Cristo. Se preocupa en crecer siempre para agradar a Dios en obediencia, apartándose de lo malo en general, reconociendo sus faltas y pecados y pidiendo por sabiduría e inteligencia espiritual a Dios en oración, para poder discernir sin problema alguno entre la verdad y la mentira (Ef.1:8; 1Ts.5:17, 20-22; Stg.1:5; 1 Jn.4:1). No podemos concebir a alguien que se dice ser cristiano y no busca con denuedo la Santa Palabra; si no es así, algo muy serio tendrá que estar pasando en esa persona. La conversión verdadera lo exige de tal manera, ya que el Espíritu Santo nos incita a la búsqueda apasionada e interesada de la Palabra, para leerla diariamente, para amarla y practicarla siempre (Stg.1:22, 23).
En estos tiempos peligrosos, conforme a la profecía paulina, sobreabundan en las iglesias supuestamente cristianas hombres amadores de sí mismos, avaros, vanaglorioso, soberbios, blasfemos, que poseen una apariencia de piedad (2 Tim.3:1-5), entregados con oscuro corazón para engañar a los ignorantes que no tienen capacidad de discernimiento espiritual ya que carecen del la unción del Espíritu Santo que lleva al creyente a conocer el significado real de los textos en las escrituras (Unción: crisma, gr. 1 Jn.2:20, 27, la obra del Espíritu Santo en el creyente). Si no hay presencia moradora del Espíritu Santo en la persona, con certidumbre, esa persona no es de Dios (Ro.8:9).
Amado visitante: si usted afirma ser un cristiano en todo el sentido de la palabra sin dar fruto como la Biblia lo demanda, ¿está completamente seguro de ser una persona genuinamente convertida a Cristo? ¿Es usted una persona espiritualmente cabal en el Señor que se interesa con preocupación a diario por su Palabra para poder caminar íntegramente delante de él, o es de esos pseudos cristianos volátiles y místicos que se han establecido en las congregaciones en base a puras oídas doctrinales (y para el colmo de males, enteramente erradas) y que aman a Dios de los dientes para fuera?
Si su caminar es de esa forma, empiece a considerar con mucha seriedad su estado espiritual actual. Valórelo hermano. Yo le aconsejo, sin el afán de ofenderlo, por su propio bien, que crea debidamente y que se meta en las Escrituras para que camine en luz y a la derecha, por la senda correcta, para que pueda ser una persona convertida al cien por ciento, y principalmente, salva.
«De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co.5:17).
Por la misericordia de Dios somos salvos. La misericordia de Dios para con el hombre se traduce por medio de su Gracia (Ef.1:5, 8), que es el don inmerecido de Dios que libera al hombre condenado a la muerte eterna a causa del pecado (Ro.3:23) a una posición de vida eterna por el sacrificio de Cristo en la cruz del Calvario (Jn.3:16; 1 Co.1:18). Dios, por su misericordia, regenera la mente del hombre, es decir, la renueva, acto que viene a darse con el arrepentimiento sincero y la fe en Jesucristo (Ro.3:22; 10:9-13; Ef.1:8). De esa manera, el hombre ya regenerado viene a ser una nueva criatura (2 Co.5:17) y un hijo de Dios (Jn.1:12; Ef.1:5). Decimos entonces, que el Espíritu de Dios mora en el hombre convertido (Ro.8:11; Stg.4:5), capacitándolo para poder entender los planes de Dios para con los hombres los cuales se encuentran en las Escrituras, cosa que no sucede con el hombre inconverso o natural por ser incapaz espiritualmente de comprenderlas (1 Co.14). En las iglesias que profesan el cristianismo, muchos de los que las integran no han tenido una conversión real delante de Dios, aunque proclamen con increíble seguridad a los cuatro puntos cardinales y al cielo que si lo sean. El cristiano convertido, y me refiero, al genuino, necesariamente tendrá que dar fruto de que lo es, porque: «por sus frutos los conoceréis» (Mt.7:20). El fruto del Espíritu de Dios tendrá que ser exteriorizado siempre en el buen creyente (Gal.5:22, 23), si no es así, dudamos que la conversión haya sido sincera (1 Jn.2:19).
Una señal importante que avala al creyente como genuino o verdadero es la búsqueda ávida y sistematizada de la Palabra de Dios para afirmar correctamente su Nueva Vida en Cristo. Se preocupa en crecer siempre para agradar a Dios en obediencia, apartándose de lo malo en general, reconociendo sus faltas y pecados y pidiendo por sabiduría e inteligencia espiritual a Dios en oración, para poder discernir sin problema alguno entre la verdad y la mentira (Ef.1:8; 1Ts.5:17, 20-22; Stg.1:5; 1 Jn.4:1). No podemos concebir a alguien que se dice ser cristiano y no busca con denuedo la Santa Palabra; si no es así, algo muy serio tendrá que estar pasando en esa persona. La conversión verdadera lo exige de tal manera, ya que el Espíritu Santo nos incita a la búsqueda apasionada e interesada de la Palabra, para leerla diariamente, para amarla y practicarla siempre (Stg.1:22, 23).
En estos tiempos peligrosos, conforme a la profecía paulina, sobreabundan en las iglesias supuestamente cristianas hombres amadores de sí mismos, avaros, vanaglorioso, soberbios, blasfemos, que poseen una apariencia de piedad (2 Tim.3:1-5), entregados con oscuro corazón para engañar a los ignorantes que no tienen capacidad de discernimiento espiritual ya que carecen del la unción del Espíritu Santo que lleva al creyente a conocer el significado real de los textos en las escrituras (Unción: crisma, gr. 1 Jn.2:20, 27, la obra del Espíritu Santo en el creyente). Si no hay presencia moradora del Espíritu Santo en la persona, con certidumbre, esa persona no es de Dios (Ro.8:9).
Amado visitante: si usted afirma ser un cristiano en todo el sentido de la palabra sin dar fruto como la Biblia lo demanda, ¿está completamente seguro de ser una persona genuinamente convertida a Cristo? ¿Es usted una persona espiritualmente cabal en el Señor que se interesa con preocupación a diario por su Palabra para poder caminar íntegramente delante de él, o es de esos pseudos cristianos volátiles y místicos que se han establecido en las congregaciones en base a puras oídas doctrinales (y para el colmo de males, enteramente erradas) y que aman a Dios de los dientes para fuera?
Si su caminar es de esa forma, empiece a considerar con mucha seriedad su estado espiritual actual. Valórelo hermano. Yo le aconsejo, sin el afán de ofenderlo, por su propio bien, que crea debidamente y que se meta en las Escrituras para que camine en luz y a la derecha, por la senda correcta, para que pueda ser una persona convertida al cien por ciento, y principalmente, salva.