EN DEFENSA DE LA FE CRISTIANA

Buscamos difundir las doctrinas bíblicas que consideramos verdaderas, tales como el unitarismo, el evangelio del reino de Dios, la fe en Jesús como el Cristo y en su sacrificio vicario, el bautismo por inmersión, el diablo y sus demonios como ángeles caídos, la segunda venida personal y post tribulacional de Cristo, la resurrección de los muertos, la restauración del Israel nacional, la iglesia de los santos, el milenio en la tierra, la destrucción eterna de los impíos, y la vida eterna.

jueves, 29 de diciembre de 2011

LA CRUZ Y EL ANTIGUO PACTO

Por Enrique Zapata

Volver al judaísmo equivale a negar la obra admirable de Dios en su Hijo Jesucristo y robarle la gloria por lo que él ha hecho y por nuestra relación tan privilegiada delante de él. Este es un reto a disfrutar del glorioso nuevo pacto del cual somos ministros de vida y a dejar de distraernos con las sombras del pasado que fueron únicamente la preparación para lo que hoy tenemos el privilegio de disfrutar.
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Esta semana al mirar la foto de una iglesia observé que delante del púlpito había un candelero del tabernáculo, y no una cruz. No creo que necesariamente deba haber una cruz allí, pero me llamó la atención ver un candelero. Una emisora de radio cristiana ya no tiene una cruz en su edificio sino una estrella de David. Observo en todas partes una exaltación de los símbolos del antiguo pacto y prácticas de judaísmo, y cada vez menos los del nuevo pacto. Mi propósito al hacer algunas observaciones no es provocar controversias sino inducir a la reflexión sobre la naturaleza misma del ministerio y de la Iglesia de Cristo.

En el judaísmo, bajo la ley entregada a Moisés en el Sinaí, encontramos un pueblo cuya existencia y derechos dependían mayormente de su descendencia de Abraham, Isaac y Jacob. Se requerían fe y obediencia, pero ser sacerdote y Levita era por descendencia natural. En esencia había una ley que dirigía la conducta del pueblo y un sacerdocio que procuraba mantener una correcta relación entre Dios y su pueblo.


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El nuevo pacto tiene un carácter completamente diferente. En primer lugar está dirigido a pecadores, tanto a judíos como a gentiles, apartados de la gloria de Dios, que necesitan una redención que no depende en manera alguna de la familia de la cual uno desciende. Segundo, Dios busca a personas que le adoren en espíritu y verdad, que ellos mismos entren en la presencia de Dios donde él se revela como el Padre que los buscó y los salvó. Esto se hace sin intermediario o grupo sacerdotal, únicamente a través de la obra perfecta y completa de Cristo. La persona de Cristo los introduce en una relación de confianza y gracia con un Dios que desea ser conocido y amado, porque él los amó primero y los lavó de sus pecados para que pudieran estar delante de él sin miedo ni mancha.

La consecuencia de esta diferencia tan marcada se evidencia en el hecho de que los judíos tenían un sacerdocio (no un ministerio) y los cristianos tienen un ministerio que se expresa en la revelación activa de Dios por medio de palabras y actos de amor (servicio). El ministerio se expresa tanto dentro como fuera de la iglesia, sin otro mediador humano y solo por medio de Jesucristo mismo. El ministerio cristiano pertenece a todo aquel que emplea su derecho de sacerdote delante del trono de Dios y que sea su instrumento directo dentro y fuera de la iglesia. El ministerio es parte esencial del cristianismo por el cual Dios llama a los pecadores a la salvación y a una relación directa con él.

La adoración no es un ministerio sino la respuesta del corazón de un pueblo que por su conocimiento de quien es Dios, de cómo es y que ha hecho, expresa su adoración, amor y sujeción completa a él. Ellos responden al amor de Dios, admiran su santidad, su justicia, su misericordia y las maravillas de su obra, y se gozan en el privilegio de estar en su misma presencia.

El ministerio tiene que ver entonces con dos elementos fundamentales: El primero es una convicción profunda del amor de Dios manifestado en el ministerio de la reconciliación que nos ha sido encomendado. El segundo, se refiere a dones repartidos a cada uno para ser eficaces en la participación con Dios en su amor y edificación de personas. El verdadero ministerio fluye del conocimiento y amor de Dios. Es el experimentar y disfrutar de la gracia y el amor de Dios que produce en nosotros el deseo de dar de lo que hemos recibido. Jesús le preguntó a Pedro si le amaba, y luego le dijo: Apacienta mis ovejas.

Hay dos grandes características de la obra de Cristo en el mundo: es el Cordero de Dios que quita el pecado y es el que bautiza con el Espíritu Santo. Estas dos verdades son esenciales para la obra de Cristo en el presente. En el judaísmo no encontramos una expresión generalizada de estos elementos. El perdón de pecados era un proceso complicado, repetido y costoso, y sólo algunos experimentaban la obra y poder del Espíritu. En cambio nosotros tenemos la redención de nuestros pecados y la promesa del Espíritu como nuestra herencia. El día de Pentecostés no era un día de cambio de carácter moral ni de afecto de los discípulos hacia Jesús. Ellos esperaban la persona del Espíritu Santo que iba a darles la capacidad (el poder) para cumplir la misión resultante de su amor por Cristo.

A la vez, la iglesia que comenzó en Pentecostés no era la fuente del ministerio. Ya que del ministerio del Espíritu Santo procede la existencia de la iglesia, el ministerio de los dones del Espíritu Santo no depende de la iglesia sino de la Cabeza que es Cristo. La responsabilidad de ejercitar los dones bajo del señorío de Cristo, en amor y para la edificación del cuerpo, no depende de la iglesia sino de la persona que con humildad y fidelidad busca obedecer a su Dios y amar a todos los que Dios ama. En muchas ocasiones la iglesia impide y dificulta la expresión del ministerio que Cristo ha dado a cada uno de sus hijos, pero cada hijo es responsable de ejercer con fidelidad su ministerio. Amor, verdad, poder, libertad, responsabilidad y la negación de la carne son los grandes principios del ministerio a que somos llamados.

Volver al judaísmo equivale a negar la obra admirable de Dios en su Hijo Jesucristo y robarle la gloria por lo que él ha hecho y por nuestra relación tan privilegiada delante de él. Disfrutemos del glorioso nuevo pacto del cual somos ministros de vida y dejemos de distraernos con las sombras del pasado que fueron únicamente la preparación para lo que hoy tenemos el privilegio de disfrutar.

¡Adelante!

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